miércoles, 15 de agosto de 2012

EL ABUELO



Estaba sentado en la playa bajo un sol que caía a plomo. Miraba el mar y observaba los cambios en el viento para montar la cometa y hacerme a la mar.
Mientras esperaba, unos abuelos han llegado a mi altura. Los acompañaban tres niños que supuse que eran sus nietos. Dos de ellos llevaban gafas de buzo, tubo y aletas.
Yo seguía mirando los barcos y su rotación en el mar siguiendo el viento para que me señalasen de donde venía este.
Los niños se metieron en el agua a bucear. Exploraban los muertos que sujetaban los barcos. Miraban los peces y se avisaban el uno al otro cuando algo les llamaba la atención o les sorprendía.
La abuela estaba bañándose con el nieto más pequeño y el abuelo daba vueltas concentrado en no se qué. Los observaba ya que no se levantaba viento suficiente y me aburría. Normalmente me suelo acompañar de un libro, pero ese día decidí no llevármelo. Tampoco me apetecía entrar en el agua. Pero el calor consiguió lo que no pudo mi voluntad. Así que me introduje en el mar.
Caminé un rato y de vuelta a la orilla escuché a un niño gritarle a su hermano que había encontrado no se qué a unos metros al lado de un barco. El hermano levanto la cabeza y se dirigió al instante hacia el otro crio. Pero el grito alerto también al abuelo que les prohibió avanzar más y los insto a que volviesen donde se encontraba.
Los niños protestaron, pero él se mostro inflexible y no cedió ante las suplicas posteriores.
Una vez los nietos en la orilla. Uno de ellos se le acercó y le pregunto el porqué de la prohibición. El abuelo no le contesto. El niño insistió tres veces más y ante el acoso que le hizo, el viejo contestó: “porque lo digo yo”. Y todo acabó.
Observé la escena con prudencia y distancia para no parecer indiscreto. Procure que no se me escapase nada. La escena lo merecía.
Me llamó la atención que las ganas de exploración de los niños fue cortada por la necesidad de seguridad del abuelo. Querer ser un explorador y a la vez mantener la seguridad es incompatible. El afán de descubrir va plagado de riesgos que no somos capaces de asumir en muchas ocasiones.
Cuando dejamos de arriesgarnos empezamos a morir. El afán de una vida segura es contradictorio con dejar de descubrir,  con el afán de conocer, con el afán de aprender.
Es cierto que cada época de la vida tiene sus descubrimientos, sus conocimientos y es necesaria la transcendencia de ellos para poder pasar a la siguiente fase sin asignaturas pendientes.
Esto es lo que genera paz interior y tranquilidad emocional. Pero para que esto suceda, hemos de meternos en cada una de las etapas totalmente, asumiendo riesgos, descubriendo todo lo que nos puede ofrecer y dejándola marchar cuando se acabe.
Como cuando éramos niños, hemos de redescubrir las cosas por nosotros mismos. Hemos de experimentarlas, vivirlas y que nadie nos las cuente. Esto supone ganar y perder, alegría y sufrimiento, esperanza y tristeza.
¿Pero qué sería de un día soleado si no hubiesen días lluviosos? ¿o de los nacimientos si no existen entierros? ¿O de las tristezas si no hubiesen alegrías? ¿O de la desesperanza si no existiese la ilusión?
Para poder descubrir el mundo, tanto exterior como interior, hemos de asumir riesgos. El riesgo de encontrarnos, de conocer y comprender el mundo. El sentí el amor. Y la seguridad de la que hablaba Grucho Max: “hagas lo que hagas,  no vas a salir vivo de aquí”.
La seguridad de que morirás.

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