Estaba sentado en la playa bajo un sol que caía a plomo.
Miraba el mar y observaba los cambios en el viento para montar la cometa y
hacerme a la mar.
Mientras esperaba, unos abuelos han llegado a mi altura. Los
acompañaban tres niños que supuse que eran sus nietos. Dos de ellos llevaban
gafas de buzo, tubo y aletas.
Yo seguía mirando los barcos y su rotación en el mar
siguiendo el viento para que me señalasen de donde venía este.
Los niños se metieron en el agua a bucear. Exploraban los
muertos que sujetaban los barcos. Miraban los peces y se avisaban el uno al
otro cuando algo les llamaba la atención o les sorprendía.
La abuela estaba bañándose con el nieto más pequeño y el
abuelo daba vueltas concentrado en no se qué. Los observaba ya que no se
levantaba viento suficiente y me aburría. Normalmente me suelo acompañar de un
libro, pero ese día decidí no llevármelo. Tampoco me apetecía entrar en el
agua. Pero el calor consiguió lo que no pudo mi voluntad. Así que me introduje
en el mar.
Caminé un rato y de vuelta a la orilla escuché a un niño
gritarle a su hermano que había encontrado no se qué a unos metros al lado de
un barco. El hermano levanto la cabeza y se dirigió al instante hacia el otro
crio. Pero el grito alerto también al abuelo que les prohibió avanzar más y los
insto a que volviesen donde se encontraba.
Los niños protestaron, pero él se mostro inflexible y no
cedió ante las suplicas posteriores.
Una vez los nietos en la orilla. Uno de ellos se le acercó y
le pregunto el porqué de la prohibición. El abuelo no le contesto. El niño
insistió tres veces más y ante el acoso que le hizo, el viejo contestó: “porque
lo digo yo”. Y todo acabó.
Observé la escena con prudencia y distancia para no parecer
indiscreto. Procure que no se me escapase nada. La escena lo merecía.
Me llamó la atención que las ganas de exploración de los
niños fue cortada por la necesidad de seguridad del abuelo. Querer ser un
explorador y a la vez mantener la seguridad es incompatible. El afán de
descubrir va plagado de riesgos que no somos capaces de asumir en muchas
ocasiones.
Cuando dejamos de arriesgarnos empezamos a morir. El afán de
una vida segura es contradictorio con dejar de descubrir, con el afán de conocer, con el afán de
aprender.
Es cierto que cada época de la vida tiene sus
descubrimientos, sus conocimientos y es necesaria la transcendencia de ellos
para poder pasar a la siguiente fase sin asignaturas pendientes.
Esto es lo que genera paz interior y tranquilidad emocional.
Pero para que esto suceda, hemos de meternos en cada una de las etapas
totalmente, asumiendo riesgos, descubriendo todo lo que nos puede ofrecer y
dejándola marchar cuando se acabe.
Como cuando éramos niños, hemos de redescubrir las cosas por
nosotros mismos. Hemos de experimentarlas, vivirlas y que nadie nos las cuente.
Esto supone ganar y perder, alegría y sufrimiento, esperanza y tristeza.
¿Pero qué sería de un día soleado si no hubiesen días
lluviosos? ¿o de los nacimientos si no existen entierros? ¿O de las tristezas
si no hubiesen alegrías? ¿O de la desesperanza si no existiese la ilusión?
Para poder descubrir el mundo, tanto exterior como interior,
hemos de asumir riesgos. El riesgo de encontrarnos, de conocer y comprender el
mundo. El sentí el amor. Y la seguridad de la que hablaba Grucho Max: “hagas lo
que hagas, no vas a salir vivo de aquí”.
La seguridad de que morirás.
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